Corrupción y cultura de la violencia.

Por: Luisa Ojeda.



Sostener que la corrupción es una forma de abuso de poder para el beneficio propio, no es develar el hilo negro, pero es lo que nos permitirá pensarla con una manifestación de la violencia. Si bien, no hay un acuerdo acerca de su naturaleza -hay quien asegura que se trata de un problema del Estado, como quien asegura que se trata de una cuestión cultural o del valor moral y ético de cada persona-, esto puede deberse a que no pertenece a un rubro específico, en todo caso, parece una mezcla homogénea de lo que reconocemos como violencia directa, cultural y estructural. Algo que tampoco es sencillo de distinguir, acerca de la corrupción, son sus efectos, que siempre podrán ser traducidos en desigualdad y pobreza para aquellas personas que no ostentan el poder.

El poder, por su parte, como la misma corrupción, es un concepto abstracto que no es sencillo de definir -ni tendrá una definición única-, sin embargo, hay una característica que es constante en su puntualización: la capacidad de dirigir o influir en otra(s) persona(s); y podemos agregar que, esa dirección e influencia se puede ejercer desde el diálogo, la deliberación, el ordenamiento, hasta la coacción y amenazas; y que, al tratarse de una capacidad, o potencial, puede o no ejercerse. Es decir, el poder no tiene una connotación moral, dista de ser bueno o malo, es la forma en la que se ejerce la que puede recibir el señalamiento de mala, abusiva, transgresora de la ley, incorrecta o violenta.

Si la corrupción es una manifestación de la violencia, es porque su acción está destinada a resolver una tensión en la que se percibe que el bienestar de una persona está en competencia con el bienestar de otra persona, a través de la imposición, amenaza, coacción, debilitamiento de la voluntad, generar dificultades o restar posibilidades al otrx, priorizando así, las necesidades y el bienestar de, solamente, una de las partes implicadas; esta perspectiva la sigo desde la definición de violencia de Carlos Ávila Pizzuto. Pensemos en un escenario en el que una persona, al conducir, se pasa un alto, hecho del que se percata una persona oficial de tránsito y que tiene como desenlace una mordida a la autoridad para finalizar la tensión. Quien propone esta práctica como forma de concluir con el conflicto que representa pasarse un alto, está pensando sólo en sus necesidades y bienestar, no importa si se trata de la persona que representa a la autoridad (a través de intereses y motivaciones económicas) o a aquella que estaba conduciendo (a través de intereses y motivaciones de tiempo, estatus o imagen social). En cualquier caso se busca un beneficio, y en cualquier caso hay imposición: de autoridad o económica.

Y, aunque partimos de un ejemplo que puede parecer signado en el marco de lo individual y, por lo tanto, nos puede llevar a pensar que se trata de acciones aisladas que necesitan una intervención puntual con quien las comete, la realidad es que toda manifestación directa de la violencia es sólo la punta del iceberg. En este caso es sencillo visibilizarlo, ya que en nuestro país, en las instituciones que integran la estructura de nuestro sistema (educación, religiones, gobierno, economía, salud, medios de comunicación, etc.) están arraigados los actos de corrupción, y no sólo están arraigados, sino que se promueven como una forma en la que el sistema opera. La manera en la que se organizan nuestras instituciones, donde el poder es ejercido de forma vertical, por lo tanto impuesto, sobre o en contra, de aquellas personas signadas como otras -otras en relación a hombre-blanco-cisgnero y todo aquello considerado natural-, favorece la aparición de los actos corruptos como vía de acceso a la satisfacción de necesidades, al bienestar.

¿Paradójico, no? Estamos ante una serie de sujetos que buscan cubrir necesidades para su bienestar -recordemos que la dignidad es un derecho humano-, que la estructura no está solventando, pero lo hacen replicando la violencia del nivel macro. Esto no es azaroso pues, tanto el individuo como la estructura, están enlazados por la cultura; la cultura de la violencia. 

Para Ávila Pizzuto, la cultura de la violencia se sostiene desde tres frentes: la cultura de guerra, el patriarcado y la exigencia. Creer que tenemos que restar, eliminar, sobajar, debilitar, ejercer dolor, quitar oportunidad al(los) otrx(s) para que podamos ser beneficiados, el sostener que alguien gana sólo si otra persona pierde, es cultura de guerra, y he mencionado ya cómo está presente en la corrupción. El patriarcado es la estructura en la que se prima el ejercicio del poder de forma vertical que implica que sólo unas cuantas personas sean beneficiadas en relación a lo que se considera naturalizado o normalizado; también hemos visto su relación con la corrupción. ¿Y la exigencia, de qué va? Bueno, pues la cultura en la que estamos insertadxs, nos exige ganar y cumplir con los estereotipos establecidos, aunque no haya un apoyo por parte de las instituciones que sostienen la estructura. Se nos exige que seamos personas exitosas, profesionales, seguras de sí mismas, con independencia económica, salud mental y física, globalizadas, con cierto cuerpo, cabello y vestimenta, una orientación sexual y una identidad de género determinada, entre muchas otras; de lo contrario, seremos señaladxs o miginadxs, condenadxs al ostracismo social. Es en la exigencia de la cultura donde anidan los intereses y motivaciones de quien ejerce violencia, es el cumplir con las características que la estructura beneficia y premia, lo que hará que una persona gane sobre otra. 

¿De qué debe estar compuesta entonces, la cultura de paz?


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